
La noche cayó sobre Polanco con una expectativa vibrante: por primera vez Malcriada pisaba el Lunario Del Auditorio Nacional y el recinto olía a nervio. Fans con sudaderas oscuras, cámaras listas y una puntualidad casi religiosa llenaron el espacio; se respiraba la sensación de que algo íntimo y contundente iba a ocurrir.
Una Propuesta Oscura Y Precisa
Cuando las luces se atenuaron, el dúo —Mathilde Sobrino y Pepe Pecas— apareció como si llevara años preparándose para ese silencio. No fue un concierto de fuegos artificiales, sino una construcción milimétrica: guitarras que se enfilaban en paisajes densos, sintetizadores que respiraban y arreglos que sabían exactamente cuándo dejar espacio para el vacío.
Lo más notable fue la respuesta: atención casi ritual, cánticos selectivos cuando emergían los éxitos, y sobre todo, silencios respetuosos en las transiciones más íntimas. La sensación fue la de una comunión: versos que atravesaban y liberaban, y una audiencia que no venía a gritar, sino a recibir. En redes, las expectativas previas se vieron validadas; la promesa de “nuestra mejor producción hasta ahora” no sonó vacía.
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Intención Que Se Vuelve Tangible
En entrevistas, Pepe Pecas habló sobre reivindicar la vulnerabilidad y esa noche esa intención se volvió palpable. La música hizo lo que decía: permitió llorar sin que fuera vergonzoso, celebró lo extraño y le dio voz a la pena. Los silencios pesaban como notas y, en ese peso, todo conectaba.
Al finalizar, no hubo un cierre estruendoso, sino miradas cómplices y un aplauso que fue más reconocimiento que efervescencia. Malcriada se retiró con la certeza de haber contado una historia compartida, dejando al público con una sensación de intensidad contenida y, a la vez, liberada. Fue más que un recital: fue una narrativa sonora que reafirma por qué la banda es ya un referente de la escena alternativa.
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